Un inolvidable día de octubre en honor a Pancho Moreno

Un inolvidable día de octubre en honor a Pancho Moreno

Estaba por cumplirse un año de la muerte de mi abuelito. Las fechas coincidían de forma dolorosa. El mismo día que abordé el avión que me llevaba a Buenos Aires, había subido a un avión que me llevó a Nueva York, exactamente un año atrás. Ambos viajes de trabajo cubriendo el paso por estas ciudades de la Selección Ecuatoriana de Fútbol. En la sala de espera, a punto de embarcar, cumplí con el ritual de siempre: llamar a despedirme. Más que un ritual es una forma de tranquilizar a los míos, que están ansiosos de saber que estoy bien, y de tranquilizarme a mi mismo oyendo esas voces amadas.

Las primeras llamadas son a mis hermanos. Luego a mis padres y finalmente a mi esposa y a mis hijos cuando el avión está a punto de despegar. Doy y recibo bendiciones. Pero antes que a nadie, llamo a mis abuelitos. No hay nada más motivante en el mundo que escuchar el tono añejo con ese toque único de amor y mimos que tienen las voces de los abuelos. En el 2014 hablaron los dos, mi Papito Abuelo y mi Mamita Abuela. En el 2015, él ya no estaba. Las primeras lágrimas del viaje se derramaron ahí, cuando solo pude recibir una de las dos bendiciones que siempre me dieron antes de viajar, aunque el tramo que deba crubir fuera solo a Latacunga a comer Chugchucaras.

Subí al avión como siempre desde octubre del 2014: imaginando que allá a miles de metros de altura estoy un poco más cerca de él. Alguna nube, algún paisaje me confirma esa idea, incluso una turbulencia, de las que mi abuelito tanto disfrutaba cuando viajaba, pues decía que un vuelo sin sacudones, era aburrido.

Llegué a Buenos Aires, hermosa ciudad en la que había pasado dos maravillosos e inolvidables años, de los mejores de mi vida. Junto a mi esposa y mi hijo vivimos, estudiamos y luchamos en esta urbe que nos dejó memorias imborrables. Pero mejor aún, amigos tan queridos que la distancia que nos separa se convierte en un motivo de dolor y melancolía, pero también de esperanza. Porque no pasan los días sin que ellos o nosotros soñemos con el siguiente abrazo, con la próxima vez que nos encontremos para disfrutar de un mate, una buena pelea por fútbol y de ese cariño que solo los verdaderos amigos saben sembrar y cosechar en el pecho del otro.

Diez años más tarde, llegué a Buenos Aires, la añorada; me conmoví de pisar sus calles y esperé ansioso al momento del reencuentro que no fue como me esperaba: fue aún mejor. Derramando lágrimas a chorros me di el gusto de volver a abrazar a esos jovencitos que jugaban fútbol con mi hijo cuando eran casi unos bebés, pero que hoy ya son todos unos señores, aunque grandes y algo cambiados, igualitos a la vez. Sus sonrisas están intactas y sus brazos igual de cálidos.

Sin poder secarme la emoción que brotaba algo salada y desde mis ojos, sus padres y hermanos. Mis amigos. Los abrazos fueron interminables, una contiunuación de aquellos que nos dimos en el aeropuerto de Ezeiza, a finales de diciembre del 2005, jurándonos volvernos a ver. Una promesa que no se había hecho efectiva hasta ese día, que soñaba con volver a pisar sus salas, a sentir el calor de esos hogares donde se habla de Racing; o de Racing y de Boca, pero no de Independiente: a ellos ni se les nombra.

En casi una semana en Buenos Aires, me dediqué a repasar cada uno de los sabores que añoraba. No me medí, al contario, di rienda suelta al hambre y a los antojos. Para mi mayor alegría, las mesas a las que me senté siempre tuvieron la companía de mi querida cuñada, hermana de mi esposa, hermana mía mismo, que había planificado unos días de visita a esa ciudad donde ella también paso dos años de su vida, aunque en una época posterior a la nuestra. La Lola loca, la querida ocurrida, fue testigo de mis muecas de gusto, compañera de conversaciones variadas, de antojos compartidos, de caminatas nostálgicas y también de sueños futboleros: “¿Será que les ganamos el jueves?”, “con no perder me basta”, “ojalá no nos goleen” fueron algunas de las frases que se cruzaban en nuestras charlas, con una milanesa, unos ravioles, un bife o una pizza en la mitad.

Tenía que pisar mi barrio: San Telmo. Para esto separé unas horas en soledad. Subí por Carlos Calvo y llegué a Tacuarí. Fui a cada esquina, pasé por la que era mi casa, entré a la carnicería y saludé con Augusto, ese paraguayo bacán que cuando supo que no tenía idea de qué comprar para alimentarme, se tomaba su tiempo para explicarme para qué era cada corte de carne. Fui a la panadería, pero ya no estaba, en su lugar ahora hay un edificio. Me entristecí de no poder saludar al provedor de las facturas que devoraba en el desayuno. Y claro, llegué al parque. Mis pies se movían solos, conocían el camino de las risas y los juegos. Pise nuestra cancha (la de mi hijo y yo como jugadores y mi esposa de hincha), ocho metros cuadrados de cemento junto a una fuente, donde le enseñé a patear con la derecha, a dominar con la zurda, a cabecear. Ahí chocaba contra mi cadera tratando de quitarme el balón y festejaba los goles contra el primer rival que tuvo en su vida futbolera: yo, el papá que no le dejaba ganar, el que ahora solo gana haciendo trampa. Otra vez, los ojos se inundaron y tuve que parar y llamar al Ecuador para compartir mi nostalgia con mi esposa, que viendo fotos y escuchándome, me acompañó en las lágrimas y sonrisas generadas por los recuerdos, por la añoranza y de alguna manera por esa tristeza que nos embarga a los padres cuando regresamos a ver y en lugar de encontrar la cuna de nuestro bebé y a él dormido a nuestro lado, nos topamos con un hombre hermoso y listo para levantar su propio vuelo.

Mi regreso a Buenos Aires estuvo lleno de simbolismo, de nostalgia, de recuerdos y entre ellos, el de Pancho Moreno. Este querido personaje quiteño siempre ligado a nuestra ciudad y al deporte con quien tuve el enorme privilegio de compartir programas y transmisiones, de quien recibí sólidos consejos sobre periodismo y por qué no mencionarlo, alguna reprimenda y llamadas de atención acogidas siempre desde la admiración y respeto del alumno por el maestro.

Estar en el estadio con Pancho Moreno y compartir micrófono con él era estar en Hollywood actuando en una película con Robert De Niro, cantar una canción en el Madison Square Garden con Frank Sinatra o jugar un partido de fútbol en el Atahualpa con Polo Carrera. Cantar con Sinatra es imposible, actuar con de De Niro es una utopía aún para grandes actores, jugar un partido con Polo es más probable, aunque espero que me preste un ratito la pelota. Pero sí, yo compartí micrófono con Pancho Moreno, en más de una ocasión, en estudios y en estadios, en Quito y en otros lugares del Mundo. Esto lo afirmo con mucho orgullo y a la vez con enorme gratitud: con él primero y luego con la vida misma, que te da este tipo de condecoraciones que no rezarán en ninguna placa colgada de la pared, que las traes en el alma y que vivirán y morirán contigo, ahí donde son verdaderamente importantes, guardadas en ese espacio imaginario y pequeño que queda entre el corazón y el espíritu, donde solo están las cosas que a uno le hacen feliz.

¿Se preguntarán por qué recordaba a Pancho Moreno en Buenos Aires? Es cuestión de oir un bandoleón y dejarse llevar entre la algarabía de sus notas festivas, bailando y chasqueando dedos, y la melancolía de los tonos tristes, llorando penas, recordando horas idas. Es estar en la Capital del Fútbol y recorrer aquellas esquinas descritas en sus programas de radio, visitar esos estadios donde la suerte siempre fue esquiva, donde los árbitros nos perjudicaron, donde la hazaña nunca llegó, donde los sueños morían en el marcador y en la cancha; y a la vez nacían minutos más tarde creyendo que aunque hoy no fue, alguna vez si se podrá, que ya llegará el día de los festejos y las carcajadas.

Pero sobre todo, Pancho Moreno me acompañó todo ese viaje por aquel día de septiembre de 1983. El séptimo día de ese mes y de ese año que siempre ha vivido en mi imaginación. Con 6 años y medio, no recuerdo el suceso, pero he escuchado tanto de aquel evento, crecí con los recuerdos, la bronca y la amargura que he sentido más de una vez, no solo haber seguido la transmisión por radio o televisión, sino que estuve ahí, junto a Pancho Moreno jugando con Argentina el día en que el árbitro Ortubé nos negó un triunfo, pitando un penal en nuestra contra luego de 12 minutos de tiempo extra que hizo jugar para que encontrar una manera de que nos empataran. 32 años más tarde, en el mismo estadio, con los mismos rivales, en el mismo palco de prensa, estaba yo, acompañado virtualmente de aquella entrevista que le hice a Pancho Moreno hace muchos años, cuando me contó todo lo que sintió aquel día.

“Argentina muchas veces nos había goleado. Cuando yo era muchacho sufría mucho cuando iban selecciones, inclusive mal hechas. En los torneos sudamericanos eramos víctimas y nos dolía que nos goleen”

Conversando con él, vi en su expresión, en sus ojos, los gestos de resignación en que se había convertido el enojo de aquel partido. Los años habían hecho su trabajo, pero no completamente.

“Hubo un árbitro, un sinverguenza, primero nos hizo jugar no se cuantos minutos mas hasta que Argentina logre empatarnos. Eso fue penoso, de los recuerdos amargos que uno tiene”

Así que ahí estaba, en el Estadio Monumental de River Plate. El primero que visité en Buenos Aires en marzo del 2004, apenas llegado a esa urbe a donde había ido a especializarme en periodismo deportivo, con la imagen de mis hermanos despidiéndome en el aeropuerto, conociendo un lugar con el que habíamos soñado todos, cumpliendo un anhelo de los 4 a través de mis ojos. Entré al estadio aquella tarde de otoño y los cantos y las banderas me acercaron al corazón de aquellos 3 que tanto extrañaba. El mismo Monumental de River Plate desde donde había transmitido Pancho Moreno aquel 2-2 del 83.

Era jueves 8 de octubre del 2015. Yo había llegado domingo de noche y desde el lunes gestioné con éxito mi cobertura periodística, previamente planificada con todo el personal de Radio La Red que hace posible que el viaje de un periodista a cualquier lugar del mundo sea mucho más fácil que el de otros colegas, a quienes he visto pasar más de un apuro producto del desconocimiento o la improvisación.

Nuestro trabajo es lo único que depende de nosotros, porque a la cancha no tenemos acceso. Simplemente somos testigos y a la vez transmisores de las emociones que se viven en esos metros verdes de allá abajo. En lo que a mí respectaba, la mayor parte de mi trabajo estaba ya hecho. Solo faltaba cerrar con una buena transmisión esperando no tener contratiempos mayores, pero a la vez, seguro de poder solucionar casi cualquier problema que pudiera presentarse, más aún con el respaldo de mis compañeros desde Quito.

Pero de alguna manera, uno cree que es parte de todo, que aunque no sea con la pelota y en el césped, uno sí está jugando ese partido. Saltan los equipos y uno siente como corre la adrenalina por el cuerpo, tiemblan un poco las manos y las piernas y al igual que los jugadores en la cancha, tras el micrófono intentamos desestresarnos con una ligera caminata en el propio terreno, con ejercicios mandibulares o simplemente frotándonos las manos. Concentrados, con la mirada fija en la cancha y en el balón, con los oidos cerrados a cualquier cosa que no sea lo que nos permiten escuchar los audífonos, con la voz lista para lo que venga, pero siempre con el sueño de que hoy sí será posible. Al fin y al cabo, la historia se transmite a los hijos de forma verbal y esos relatos podrían quedar para siempre en la historia. Por ejemplo, para mí el gol de la clasificación al Japón-Corea no solamente lo hizo Kaviedes, lo hizo también Pancho Moreno, que con su relato nos devuelve al arco sur del Atahualpa, al balón entrando a las redes y a los abrazos con quien se cruzó en las gradas del viejo estadio vestido de amarillo.

“El árbirto ya está mirando a los jugadores, va a dar la orden. Todo está listo. Se movió el balón. Gareca para Sabella, se va el equipo argentino…”

Si amigos y amigas, la pelota estaba en juego. Las camisetas eran las mismas en el 83 y en el 2015: albicelestes de un lado, tricolores en el otro; el frío también estaba presente en ambos campos de juego: en el del pasado y en el del presente. Pero en el más antiguo, el gol llegó antes, al final del primer tiempo. Ecuador se ponía en ventaja y así nos lo contaba Pancho Moreno.

“Último minuto del primer tiempo. Hamilton Cuvi para cobrar. Allá va la pelota hacia el penal, salta para tratar de rematar Lupo Quiñónez, entraba Bolívar Ruiz, remata Lupo: gol. Gooool. Gooool de Lupo Quiñónez. Rechazó a medias Fillol entró Lupo Quiñónez y la clavó en la esquina. Se quedó mudo el Estadio de River Plate”

A 5 minutos de empezado el segundo tiempo Argentina igualó la cuenta en el choque de antaño. Mientras tanto, en el partido más joven, Ecuador y Argentina igualaban 0-0 hasta llegado el minuto 80.

“La pelota al área: gol. Es gol del Ecuador, Fricson. Gol de Ecuador, goooool. Gooool ecuatoriano. Goooool. Gol de Ecuador” ¿Es verdad? ¡Lo dudamos! Teníamos que regresar a ver 3, 4, 5, 6 veces. ¡Había entrado la pelota?. ¿Era gol de Ecuador?, ¿seguro no levantó la bandera el línea?, ¿seguro el árbirtro no pitó falta? ¿Seguro no pasó nada más?. Era gol de Ecuador. ¡Si, si…!

Claro que dudé, tenía grabadas las palabras de Pancho Moreno, su incredulidad cuando, al minuto 47 del segundo tiempo, en 1983, el árbitro pitó un penal para Ecuador. Escuchen como duda de la decisión del juez, como cree que en cualquier momento la cosa va a ser revertida. Esa misma incertidumbre que él tuvo en el 83 la tenía yo mientras Fricson Corría a abrazarse con sus compañeros.

“46 con 30. 1-1 Ecuador y Argentina en el Monumental de River Plate. Se fue Lupo, oportunidad de Lupo Quiñónez. Sale el Pato Fillol, se fue Lupo: ¡cayó!. Vamos a ver lo que dice el árbitro: ¡Penal!. ¡Penal para Ecuador!. Penal para Ecuador dice el árbitro. Lo enganchó el Patro Fillol y derrivó a Lupo Quiñónez. Bueno señores, no estamos sonando acá, ¡no estamos soñando!. Ecuador tiene el chance de ganar a la Argentina en el Monumental de River Plate.

Vamos a ver que es lo que está diciendo el árbitro, a lo mejor rectificó ya. Vamos a ver qué hace el árbitro. Hay discusiones. Se acerca el árbitro acompañado por los jueces de línea. El marcador es 1-1señores. 1-1 y el gran chance del equipo ecuatoriano.

Siguen las discusiones. El Pato Fillol quiere llevarse la pelota. Aquí puede haber un problema muy serio acá con el árbitro porque no quieren dejar que se cobre el tiro penal para Ecuador.

El árbitro dice que es penal y no hay nada que hacer. ¡Es penal para Ecuador!. Pero señores 1-1 y no habrá tiempo sino para cobrar el penal. Fillol sigue discutiendo con el árbitro, pero es penal para Ecuador señores”.

Todas esas vacilaciones de Pancho Moreno, las historias contadas por él, por mi abuelo, por mi papá no me permitieron festejar pronto. Di gritos cortos, preguntándome una vez más si era cierto y como digo en el relato, siguiendo la carrera de Erazo de reojo mientras buscaba al juez de línea y lo ví corriendo al centro del campo, mientras perseguí con la mirada al juez Bascuñán que señalaba el punto central de la cancha. Solo así entendí que sí, que era gol, que había que festejarlo.

“Es un sueño, ¿seguro no es un sueño?. Fricson Erazo la manda adentro. Fricson Erazon la manda adentro y Ecuador le gana a la vicecampeona del mundo, a la vicecampeona de América. Ecuador silencia el Monumental. Ecuador tiene 1. Argentina 0. Minuto 36. Si es un sueño, por favor no me despierten. Gana Ecuador en Buenos Aires”.

Mi labor estaba cumplida, había ya gritado el gol, pero Pancho Moreno debía enfrentarse, en los zapatos de Hans Maldonado, al gran portero argentino Ubaldo Matildo Fillol, campeón mundial, en su cancha y con los suyos. Tomemos aire, cerremos los ojos y vamos a cobrar ese penal.

“Oportunidad de Ecuador de ganar a la Argentina. Vamos a ver Hans Maldonado. Entra, tira: gol. Goooool. Gooool ecuatoriano, goool ecuatoriano. Hans Maldonado, pelotazo abajo junto al poste y Ecuador le gana a la Argentina 2-1 en el Monumental de River Plate en Buenos Aires. 2-Ecuador, 1-Argentina acá en el Monumental de River Plate. El penal de Hans Maldonado acá en el Monumental de River Plate”.

Yo solo tuve tiempo para tomar una bocanada de aire, para secarme las lágrimas de emoción pero ni eso pude, porque enseguida Luis Antonio Valencia agarró la pelota en su propia cancha y se vino esto:

“Se viene Valencia. Luis Antonio el centro: gooool. Gol de Felipe. Gooool. Gooool ecuatoriano. Goooool. Gol de Ecaudor. Luis Antonio y la arrancada sensacional por derecha, no lo podía parar nadie. Luis Antonio encontró Avenida Corrientes por acá, pasó por el Obelisco se metió a Plaza de Mayo y ahí, en el área, el centro atrás, Felipe: gol. Ecuador gana 2-0. Díganme si no estoy soñando, díganme si no es para que el corazón reviente. Díganme si acá en Argentina no tenemos razón para que se caiga una lágrima de alegría y emoción. Ecuador está ganando. Ecuador-2, Argentina-0. ¡No lo puedo creer!. Abro bien los ojos y miro: es el Monumental de River Plate. Ecuador-2, Argentina-0. Minuto 38. Ecuador le está ganadno en Argentina. ¡Qué día lindo, que belleza este 8 de octubre inolvidable!”.

Ambos dimos rienda suelta a la emoción, yo con lágrimas, él con carcajadas, ambos queriendo cantarle al mundo que Ecuador estaba ganando en ese estadio que gastamos su nombre de tanto nombrarlo: el Monumental de River Plate, creyendo tal vez que repitiendo varias veces en dónde estábamos, o nos íbamos a convencer de que no era un sueño, o nos asegurábamos de dejarlo bien dicho para que nadie cambie luego la historia, para que cualquier hechizo se convierta en realidad por medio de nuestras palabras.

“Esas son de las emociones que uno tiene y que se las guarda para siempre. Imagínese lo que era que le ibamos a ganar a la Argentina; y cuando cobró e hizo el gol yo creo que grité confiando que me oigan desde allá, aquí en Quito solo con el grito. Son cosas que se quedan para siempre”.

Aquí mi historia y al de él cambian radicalmente. Yo me encaminaba a un triunfo seguro aunque faltaban 10 minutos para el final del partido. Mientras tanto, él, ya en descuentos, comenzaba a vivir uno de los momentos que más enojo le trajo en sus 60 años de actividad junto al deporte. Una frustración que yo la ví en sus ojos, que me transmitió con sus palabras y que la vivía como propia, esperando el momento de tener revancha.

“Dijo penal el árbitro. ¡Desvergonzado, sinverguenza!. Les regala un penal muerto de miedo. Un desvergozado sujeto acá en el Estadio de River, hizo jugar como 10 minutos más hasta que al fin se inventó un penal para que empate Argentina. ¡Esto es una verguenza!

Muy pocas veces se ve una actitud como la de este árbitro que inventó un penal ridículo. Me parece que no quería que se termine el partido porque a lo mejor iba a tener problemas, pero un árbitro que se la tiene que jugar: ¡se la tiene que jugar y no hay nada que hacer!. Estamos en 57 minutos en el segundo tiempo. Es una pena, a lo mejor nos van a hacer el gol. Y es una pena por Argentina que tenga que empatar así en su cancha a Ecuador.

Burruchaga el cañonero. Pitó el árbitro, tiró: goool. Un obsequio realmente, ¡un obsequio!. Y terminó dijo el árbitro. Vea que verguenza, que verguenza: hizo jugar hasta que le pudo regalar un penal al equipo argentino para que logre el empate”.

En entrevista, varios años más tarde, recordaba: “Una verguenza. Me acuerdo que los dirigentes y los jugadores de Ecuador reclamaba que se acaben y no le hacían caso.

El enojo de ver que nos estaban quitando la posibilidad de un triunfo merecido, con una trampa. Ese enojo a mí me duró mucho tiempo. Un enojo rebelde, de no aceptarlo nunca. Son de esas cosas que pasan en la vida.

No hay derecho a cometer una barbaridad así. En la vida hay sinverguenzas que hagan lo que hagan, no les importa”.

La cosa para mí fue más sencilla, el 2-0 nos daba cierta tranquilidad: no nos iban a pitar un penal en el minuto 57. Y si era así, hubiera sido sólo el tanto del descuento. De todas maneras viví esos últimos minutos con mucho nerviosismo, con las emociones al tope, casi sin voz y con los ojos húmedos todo el tiempo. Imaginaba a mi hijo viendo el partido en mi cama, en mi tele, pero sin mí, como yo sin él a miles de kilómetros de distancia y en una ciudad que me grita su nombre en casa esquina. Pensaba a mi esposa y en mi hija, poco interesadas en general en todo lo que sea fútbol, pero totalmente involucradas en mi carrera, conociendo lo llorón que soy, viviendo el momento junto a la radio, que era lo más cerca que podían estar de mí en ese rato. Mis hermanos más hinchas de su club que de la Selección, pero más hinchas míos que de nada más igual que mis padres y mis abuelitos. En octubre, Buenos Aires es fría. Allá lejos tenía el derecho a sentirme solo y congelarme, pero no. Ni frío ni soledad se puede sentir con tanta gente que amo y que me ama. Con cada jugada de Valencia, de Ayoví, de Noboa, la pelota hacía que mi alegría crezca, que los pensamientos se agolpen, que el corazón se acelere a niveles nunca antes experimentados.

El árbitro dio por terminado el partido.

“Que no se acaba nunca este partido en el Monumental de River Plate. En el Monumental de River Plate. 48:30. Señoras y señores: si este es un sueño, que no me despierten. Acaba de ganar Ecuador 2-0”.

No lo tenía preparado, les juro que no. Pero se ve que lo tenía impregnado, que aún que no hubiera querido, iba a tenerlo en la mente a Pancho Moreno, dudando de lo bueno que pase porque nunca nos iba bien, repitiendo el lugar donde estábamos para que nadie lo olvide después, principalmente nosotros, repitiendo una y otra vez que esto era un sueño, porque él lo soñó alguna vez y porque yo aprendí a soñar con sus ilusiones y sus relatos. Convencidos que en Quito nos oían muchas personas, todas muy importantes, pero sobre todo aquellas que se entristecen por nuestras ausencias, pero que nos apoyan siempre. ¡Siempre!. Aunque nuestro trabajo les traiga más de un enojo.

Esta era la revancha de Pancho Moreno, pero la vida me pidió que la juegue yo. Y así, con un camión de emociones encima, agarré a la historia del cuello, le quedé viendo firme a los ojos y le grité que el partido que le debía a Don Alfonso Laso Bermeo estaba pagado, que él estaba conmigo esa noche, que lo había traido en la mente y en el corazón, así como yo imaginé estar con él en el 83 cuando abría el dique de los recuerdos que siempre tuvo en ese partido un espacio especial.

“Este es un triunfo que nos debían desde el 83. Este es un triunfo que lo debían haber gritado en la cancha Hans Maldonado, el Torito Ron, Bolívar Ruiz y otros grandes héroes de nuestro fútbol ecuatoriano, allá en el lejano 1983. Hoy estamos cantando el primer triunfo ecuatoriano en Argentina, que debía haberlo cantado Pancho Moreno allá en 1983.

Un día Pancho Moreno me decía: desde Argentina, en la cabinas del Monuimental, quería gritar que me escuchen aún si fuera sin la radio. Quería que me escuchen en Ecuador, quería que me escuchen en Quito cantando los goles de Ecuador. Quería que me escuchen en Quito, decía Pancho Moreno, un triunfo ecuatoriano. Pues esto va por él, por ese 83 inolvidable.

Ese día debimos haber ganado por primera vez, pero la vida algún día da revanchas. Uno se da la vuelta y de repente se encuentra con que si es posible, con que soñar sirve, con que ilusionarse es sano. Y claro, con gente como esta que viste de amarillo, azul y rojo en la cancha, las razones para emocionarse para pensar que cualquier cosa es posible, crecen de manera infinita. Ecuador le ganó 2-0 a Argentina. Tenemos una emoción que no nos cabe en el pecho. Un día maravilloso, es un día de octubre, es un día de triunfo, es un día inolvidable”.

Al día siguiente me levanté con la noticia que algunas páginas de internet habían subido al youtube varios videos de los goles del partido con mis relatos montados. Los videos se viralizaron, pronto centenas de miles de personas lo habían visto y muchos de ellos pusieron sus opiniones. La mayoría se emocionaba conmigo, pero algunos no entendían la razón de mis lágrimas. Pues queda ya explicado: ese triunfo, ese viaje, esa ciudad, esas personas presentes, las memorias de personas y tiempos idos y finalmente un resultado imposible, se mezcló en un relato que quedó para la historia, para que mis nietos se alegren por el triunfo ecuatoriano y por la misma emoción de su abuelo, que les ha de contar esta misma historia, en algún sillón de algún rincón de alguna casa.

El viaje no terminó ahí. Al día siguiente, antes de desayunar, bajé al puesto de periódicos que está en plena esquina de Avenida de Mayo y 9 de Julio, a media cuadra de donde estaba hospedado y compré 2 ejemplares del periódico del día. En primera plana se reseñaba la derrota argentina desde el punto de vista de los locales. Es decir, críticas fuertes al equipo albiceleste y alguno que otro halago a nuestro combinado, pero escueto, medido, poco profundo. Nosotros no habíamos ganado, según esos artículos, ellos habían perdido. Pero igual, eran periódicos llenos de historia para nosotros.

Al llegar a Quito cerré la travesía. Entregué una de las dos copias de aquel periódico a Pancho Moreno, que en mi presencia se puso a leer cada detalle descrito por los colegas argentinos. Me había recibido en su casa a donde llegué cuando él leía un libro de tangos. Interrumpió la lectura, me invitó a servirme un café en el comedor de su casa y ahí recibió mi obsequio. Con mi periódico, le entregué un fuerte abrazo. Con mi abrazo, mi gratitud, cariño y admiración. Minutos más tarde salí de su casa entre sonrisas y alguna broma que su alma quiteña no le permite callar. Salí feliz y satisfecho, porque aunque él y yo sabemos que los periodistas no jugamos sino que solo contamos los hechos, él y yo saltamos a una cabina y agarramos un micrófono jugando nuestro propio partido, sintiendo como propias las derrotas para chupar la amargura, y las victorias para salpicarnos de un poquito de la gloria que se llevan los verdaderos protagonistas. Salí feliz les decía, sintiendo que la vida me había permitido jugar la revancha que merecía jugarla Pancho Moreno, y entre él y yo: ¡la ganamos!

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