Así viví el terremoto de Manabí: Patricio Javier Díaz

Así viví el terremoto de Manabí: Patricio Javier Díaz

El sol salió unos minutos después de las 6 am. Desde el principio se impuso con su magnificencia, dejándonos ver todo el esplendor de sus rayos que empezaban a abrigarnos y a iluminarnos, allá en la querida Manta, el domingo 17 de abril.

Era un día perfecto, de esos que uno sueña tener cuando va de paseo a la playa. El azul verdoso del mar nos invitaba a ir a refrescarnos más tarde, cuando el calor agobie. Pero no, no era un día perfecto, ni esplendoroso, ni magnífico. Eso sí, era un día inolvidable, como inolvidables fueron todas esas horas de mi estadía en el puerto manabita.

Cuando uno viaja a Manabí, querida tierra de mi abuelito, uno siempre va pensando en algunas cosas: que se va a comer delicioso, que se va a observar hermosos paisajes, que se va a disfrutar de sus playas, que se va a divertir en medio de su gente amable, cálida y alegre. Así mismo me embarqué a Manta el sábado 16 de abril. Y cuando llegúe, sentí esa misma sensación de estar en una ciudad a la que uno siempre quiere volver, disfruté varios minutos viendo al mar besando la arena mientras el sol empezaba a ocultarse. Desde el balcón de mi habitación, en el cuarto piso del Hotel Oro Verde, todo lucía perfecto. Estaba en una hermosa ciudad, listo para cumplir con alegría un trabajo que tanto me gusta e imaginando qué iba a merendar esa noche de entre tantos platos que ofrece la comida manaba.

La realidad cambió en 45 segundos. La vida cambió en 45 segundos, para unos mucho más que para otros, pero cambió. Dos minutos antes de las 7 de la noche sentí el inicio de un temblor, algo muy común en nuestro país, y no me despertó demasiada alarma. Sólo en mi habitación, repasé lo que siempre uno hace: al sentir el movimiento regresar a ver a varios lados preguntándose si es temblor. Uno encuentra ciertas señales que en efecto lo es y enseguida espera el final del mismo, algo asustado, pero relativamente tranquilo. Luego será solo una anécdota más para contar: ¿dónde “te cogió” el temblor?

Pero no, esta vez fue diferente. Pasaron los segundos y lejos de atenuarse el movimiento de la tierra y del edificio donde estaba, el sacudón incrementaba gradualmente su intensidad hasta llegar a un punto donde en verdad pensé que se venía abajo la estructura. El edificio crujía estruendósamente, mientras se oían vidrios rompiéndose. El mobiliario entero de la habitación iba de un lado al otro, y se escuchaban los gritos de la gente que estaba en la piscina y que no podían salir del agua agitada como lavacara lanzada al piso.

Fueron 45 segundos de terror, imposibles de predecir en ninguno de esos cursos de manejo de emergencias que nos han dictado eventualmente en escuelas, colegios o en nuestros trabajos. Esos simulacros y charlas jamás fueron acompañados de los esos sonidos que no salen de mi mente, de la realidad cierta de estar en enorme peligro, de sentirse más pequeño, insignificante y vulnerable que nunca.

Debo reconocer que no supe qué hacer. Me quedé sentado en la cama listo para salir corriendo apenas deje de temblar. Busqué un triángulo de seguridad pero mi mente estaba nublada, demasiado preocupada por la situación más que de las soluciones que debía buscar.

Lo único que hice con plena conciencia fue pedir auxilio. Fue un clamor que nació de mi pecho desesperado; no de mi mente nublada sino de mi inconsciente qué sí supo qué debía hacer. ¡Ayúdame Dios mío, cuídame! ¡Haz que esto pare ya!

El movimiento continuaba. Al ruido infernal se sumó un corte de energía eléctrica que ahondó la sensación de pánico. Es cierto, la vida se te cruza como un flash delante de tus ojos cuando crees que tu momento ha llegado. Pasaron por mi mente las imágenes de la gente que más amo y el dolor que les iba a causar. Y entonces volví a pedir a los gritos, desesperado: ¡ayúdame Dios mío!

El movimiento comenzó a disminuir en intensidad. Empezaron a aplacarse los sonidos de la estructura del edificio, volvió la luz, pero seguían gritando desde la piscina porque algunos niños no podían ser rescatados por sus padres en medio de esas aguas tornadas turbulentas.

Sentí que era el momento de salir. Tomé mi teléfono, el cargador y la billetera. Para estar comunicado los dos primeros, para tener dinero e identificación lo segundo. En el pasillo, todo era oscuridad. Con dificultad logré prender la linterna de mi celular. Mis manos temblaban descontroladas y por eso fue tan complicado coordinar los movimientos para encenderla. Aún se movía todo, como cuando uno se sube a una embarcación en el agua: un ligero hamaqueo que marea. Bajé las gradas intentando no correr y a la vez a toda velocidad, caminando de un lado para el otro.

Afuera del hotel estaban ya varias personas, muchas de ellas lloraban angustiadas. En cuestión de minutos, decenas de autos y cientos de personas comenzaron a circular por las calles de Manta haciéndo sonar sus pitos, gritando alarmas de tsunami. El pánico general estaba apoderado de una sociedad que no está preparada para una situación como está. Yo sentía mi respiración agitada y mi corazón acelerado. Pensé en mil cosas que debía hacer, pero luego mi mente encontraba otras alternativas y finalmente, opté por quedarme ahí, en un lugar seguro y en espera de noticias que nos guíen mejor en la situación en la que estábamos. Poco a poco empecé a encontrar el auto control y lo mismo pasó con muchas personas que estaban a mi alrededor.

En medio de la angustia, Galo Larco y su esposa Cinthya, que se habían escapado a Manta un fin de semana para celebrar un año más de matrimonio, se acercaron a mí. Él me había reconocido por mi trabajo de periodista de Radio La Red y me llamó por mi nombre. Fue un enorme alivio sentir que no estaba solo, sentir que tenía alguien con quien compartir el momento. Gracias Galo y Cinthya, tal vez crean que no hicieron mucho, pero el solo acercarse y permitirme pasar juntos esas horas fue de enorme ayuda.

En medio del caos, pude comunicarme con algunas personas de mi familia. Ellos aún no sabían la magnitud del evento y mucho menos que el epicentro había sido tan cerca de donde yo estaba. Se alegraron que esté bien, escucharon mi angustia y supieron tranquilizarme con sus voces amorosas, que aunque estén a miles de universos de distancia, siempre se sienten como caricias directas al corazón. Amigos y compañeros de trabajo se comunicaron y me hicieron sentir su solidaridad y afecto. En momentos así, una voz conocida, una palabra de esperanza, una oración, una bendición, terminan siendo valiosas herramientas para armarse de valor y seguir. Gracias a todos por hacerme sentir que soy importante, que me quieren tanto como yo a ustedes.

Un posible tsunami era ahora nuestra mayor preocupación. Con el pasar de los minutos y tras varias informaciones erradas, luego corregidas y rumores infundados, dejamos ese tema en segundo plano. Las redes sociales nos mantuvieron al tanto de la emergencia y con el pasar de los minutos íbamos recibiendo horrorizados las imágenes que comenzaron a conmover al mundo. Y esa cifra que no podíamos creer: 7,8 grados en la escala de Richter.

Pasaron las horas y el hambre había aterrizado. El personal del hotel Oro Verde ya nos había proporcionado agua, nos había guiado y contenido en la angustia. Pasadas las 10 de la noche, la cazuela de mariscos con la que había soñado, el viche, ceviche, pescado apanado y demás manjares que tenía planificado devorar se transformaron en el más delicioso sánduche de jamón y queso que jamás probé en la vida.

En las afueras del hotel estaban 3 jovencitas, de unos 18 años. Eran de Quito, de Guajaló 2 de ellas, de San Juan la otra. De eso me enteré al acercarme a conversar con ellas y averiguarles si estaban bien. Ellas no estaban hospedadas ahí, pero encontraron que era un lugar donde podían esperar seguras hasta que amanezca. Estaban mojadas y en terno de baño. El personal del hotel les había entregado toallas y a la hora de comer les sirvieron la misma comida que a los huéspedes. Y al dormir, les ofrecieron un albergue en el mismo salón que se había preparado para quienes no queríamos subir a las habitaciones. No había peligro, el edificio no tenía daños estructurales tras inspección realizada por especialistas, pero muchos decidimos no subir. ¿Miedo? Sí, mucho…

En este punto, por estas cosas descritas, por el amor y dedicación mostrado hacia su trabajo y hacia nosotros, las personas que estuvimos a su cargo, debo referirme con enorme gratitud a todo el personal del Hotel Oro Verde de Manta, que seguramente estaban viviendo momentos de angustia por sus propios familiares, pero que se dieron modos para hacernos sentir mejor en medio de la adversidad. Debo mencionar especialmente a su gerente general, Ricardo Ferri, que lideró cada acción tomada y que fue un gran soporte anímico y una gran guía para nuestra seguridad. Gracias Ricardo, tu hermano Héctor fue un gran futbolista, pero tú anotaste el mejor gol de todos: cuidarnos.

Pasada la media noche, empezaron a llegar autoridades del país y de la ciudad. El COE-Manta decidió reunirse en los salones del Hotel Oro Verde. En medio del cansancio, a punto de buscar un rinconcito y una colchoneta para dormir, encontré un segundo aire y solicité estar en la reunión presidida por el Alcalde de Manta, Jorge Zambrano. Me autorizaron y pude enterarme y comunicar en mi cuenta personal de Twitter, algunos detalles de las acciones que se estaban tomando. Otras tantas informaciones preferí guardarlas hasta que las autoridades las entreguen oficialmente.

Con horror escuchaba de las labores de rescate y de las proyecciones de muertos y heridos. Por entonces, las cifras oficiales hablablan de medio centenar de muertos. Las cifras estimadas superaban en centenas a las confirmadas. Con el pasar de las horas debo decirlo: a las 2 de la mañana del domingo, 7 horas después del terremoto, las cifras de fallecidos en Pedernales superaba las 200. Y pocas horas más tarde ya se hablaba de más de 100 muertos sólo en Manta, algo que lamentablemente está comenzando a oficializarse en ambas ciudades.

La morgue de Manta colapsó, los hospitales no tenían energía eléctrica, los atrapados daban señales de vida pero les agotaba el oxígeno y no habían suficientes bombonas para ellos. Faltaban herramientos hidráulicas para levantar los edificios caídos en busca de sobrevivientes, las maquinarias pesadas no funcionaban porque no estaban los operarios, las Fuerzas Armadas no podían acceder a varios sitios por la destrucción de las carreteras y el derrumbe de la torre de control del aeropuerto de Manta. Se temía saqueos y la Policía intentaba doblegar esfuerzos pero los efectivos con los que contaban no eran suficientes para la emergencia y al igual que sus colegas militares, las tropas que querían llegar de varias partes del país estaban atoradas.

A la vez resultó conmovedor ver a representantes de empresas privadas ofreciendo su ayuda con maquinaria y personal para asistir en las tareas de rescate. Y cómo no decirlo, en la mesa estaban sentados varios héroes silenciosos, algunos vestían uniformes, otros no: autoridades, funcionarios, soldados, rescatistas, policías, que lanzaban ideas, coordinaban acciones, ofrecían recursos. Ellos no estaban trabajando arduamente: trabajaban desesperadamente por palear los efectos de una tragedia de la cual, yo al menos, aún no tenía conciencia.

En plena reunión y con el Ministro de Gobierno José Serrano presente, se sintió la réplica más fuerte, como a las 2h20. Hubo temor, pero el personal reunido en el COE de Manta siguió trabajando mientras el edificio se sacudía. Una pequeña exclamación de: “tranquilos” fue lo único que se oyó antes de seguir tratando los temas más urgentes: atención primaria para heridos, lugar para recibir cadáveres, refugio para damnificados…

Soy periodista deportivo. Más deportivo que periodista según yo siempre digo, porque esta profesión la comencé a ejercer mientras estudiaba ingeniería en la Polítécnica pensando que sería una actividad alternativa. Fue el amor al deporte que me llevó al periodismo y no al revés. Pero llevo en esto casi 20 años y el periodismo también te contagia de su propia pasión: la de informar, de servir a la gente. A veces ser canal de entretenimiento, otras de reflexión, pero sobre todo, una fuente creíble de noticias. Mi presencia ahí le daba la oportunidad a mis oyentes y seguidores de tener información oficial y de primera mano, y yo tenía que responder en consecuencia.

Saqué la grabadora y empecé a hacer preguntas a quienes estuvieron ahí. Las entrevistas las distribuí a varios colegas de radios amigas a lo largo y ancho del país, inclusive de la misma Manabí. Y claro, las emitimos en un informe especial que generamos desde la misma ciudad de Manta en La Red.

Entre tantas cosas, el tiempo pasó de prisa. Es curioso, esos 45 segundos parecieron varias horas y esas varias horas parecieron 45 segundos. Había llegado la hora de dormir: 4 am, estaba rendido pero ni ese cansancio me permitió dormir. Yo jamás he perdido el sueño ni por problemas, ni por deudas, ni por nada. A lo mucho, en días difíciles o de mucha ansiedad, debo ver un ratito más la televisión para “virar la esquina” como dice mi abuelita y quedarme “de oreja” como dice la abuelita de mi esposa; osea, mi abuelita también. Pero esa madrugada de domingo apenas logré descansar unos pocos minutos, entre sobre saltos, pesadillas y pensamientos de qué hacer.

En la mañana, 6 en punto, desperté y regresé a mi cuarto lleno de un temor mitigado por la motivación de regresar a casa y hay que decirlo, porque ya había luz natural. Me duché, alisté la maleta, bajé a desayunar y salí al aeropuerto. En la ciudad no había un solo taxi disponible. Filas de autos pasaban frente al hotel con ciudadanos curiosos que habían salido a tomar fotos de la tragedia y que miraban asombrados los daños de los edificios en esa parte de la ciudad. El sol, ese magnífico que invitaba ir a la playa, también nos trajo la desolación de una realidad que cada vez más, empeoraba ente mis ojos. Los mismos edificios que en la noche se veían bien, sin rajaduras, firmes y en pie, en verdad estaban muy afectados. Estaban erguidos, pero no intactos como pensábamos la noche anterior lo que erróneamente nos entregó una idea de que no había sido tan grave el asunto.

Tras varios minutos de espera, comencé a detener a motocicletas que no tenían acompañante para que me hagan una carrera al aeropuerto. Nadie paraba. Sin embargo, un poco después, cuando empezaba a desesperar, conseguí un taxi que me llevó por la ciudad. Mi plan era regresar en avión, pero si no, la alternativa era buscar transporte terrestre a Guayaquil para intentar el retorno a Quito desde ahí. Si ese intento fallaba, mi familia en esa ciudad estaba lista para recibirme.

Entonces le pedí al amigo taxista que pasemos por cooperativas de busetas, por el terminal terrestre, por los terminales de cada cooperativa de buses. Todo estaba cerrado. Manta era un pueblo fantasma, las calles estaban desiertas. En el centro, la imagen fue cambiando más dramáticamente en relación a unas cuadras atrás. Ya se veían varias paredes caídas, edificios seriamente dañados y escombros por todo lado. Pocos metros más adelante, entendí qué había pasado en realidad. Al entrar a la parroquia de Tarqui mi corazón se comprimió al máximo. Con la boca abierta no pude decir palabra alguna ante el desastre que se había vivido ahí, apenas a dos kilómetros de donde yo estaba. Casas y edificios totalmente derrumbados, otros inclinados, otros cedidos. Autos aplastados por cemento y varillas. Puentes colapsados, calles cerradas. Postes, paredes, muros, techos caídos.

Y gente: desesperada ayudando o pidiendo ayuda desesparadamente.

Y gente, esa que nadie podía ver pero que todos sabíamos que estaban ahí, debajo de todo eso…

Fue en ese momento cuando entendí que si estaba vivo, no era por otra razón que por un milagro. Cuando viajamos por trabajo buscamos hoteles agradables, limpios, seguros, cómodos y que se ajusten a nuestras necesidades, tanto para el trabajo como para nuestros presupuestos. El Hotel Gaviota, por ejemplo, ahí en Tarqui, siempre fue una excelente opción porque reunía todos estos requisitos. Al pasar por el frente encontré un edificio que había cedido en parte de su estructura, pero que no había caído. Su suerte no fue la de otros en la misma calle. El Hotel Miami, un edificio relativamente nuevo de 5 pisos había desaparecido y en su lugar estaba una pila gris de bloques y concreto en la que trabajaban decenas de personas intentando buscar sobrevivientes. Y más allás otros hoteles caídos o semi destruidos, casas en el piso. Bien pude haber estado yo ahí, bien pudo ser distinto mi destino, bien podría no estar escribiendo estas palabras. Pero no fue así. Dios me guardó con algún propósito que deberé descrubrir.

Más tarde pude volver a Quito y reecontarme con mis amores. Los abrazos fueron hermosos e interminables. La preocupación se había transformado en enorme alegría, pero las lágrimas no dejaron de caer. Ellos acá, aunque confiaban en que yo tenía protección y que sabían que de alguna manera yo se cuidarme, no pudieron frenar su angustia hasta no tenerme de nuevo entre sus brazos y mientras llorábamos, les oí decir una vez más cuánto me aman.

La noche del domingo fue aún peor, ya en mi casa. Ya en mi cama. Hasta ese momento yo no había visto imágenes de televisión, apenas una que otra en redes sociales. Los informes desde Pedernales, Portoviejo y otras ciudades volvieron a romper mi corazón. Pensaba en esas madres que no tuvieron la suerte de la mía y que no volverán a abrazar a sus hijos. Pensaba en esos hijos que no tendrán nunca más la bendición que yo tuve al abrazar a mi papá, que no tendrán la alegría que ví dibujada en los ojos y sonrisas de mis hijos ayer al recibirme y constatar con sus propios ojos que no me había pasado nada; y de todas maneras, incrédulos, volver a verme de pies a cabeza y preguntarme de nuevo si no estaba herido.

Pensé en ese esposo que se despidió de su mujer enojado y que desde el sábado jamás la volverá a ver. Y cuando recibí el abrazo de la mía, ambos llorando, pedir y dar perdón en silencio, por menor que sea la cosa; disfrutarnos mutuamente, agradecer por estar, por seguir juntos.

Pensé en esos hermanos que hoy lloran a quienes llevan su misma sangre, su mismo apellido, sus mismo recuerdos, sus mismos principios. Cuando los míos me abrazaron, el mundo volvió a tener colores.

Tras un terremoto, no solo he sobrevivido. Lo he hecho sin haber recibido ni un solo rasguño, sin haber pasado hambre o sed, sin estar atrapado o en situación extrema, me he reecontrado con mi familia tras 20 horas del sismo, menos tiempo que mucha gente que ha sido rescatada con vida en medio de los escombros.

Yo no creo en las casualidades. Las cosas no están regadas en el tiempo esperando que nos crucemos el rato menos pensado. No creo en que las cosas pasan porque están pre destinadas. No creo en la suerte: ni en la buena, ni en la mala.

Yo creo en Dios y en su infinito poder. Creo en que puede hacer milagros como acaba de hacer conmigo. No me pregunten por qué ha permitido tanto dolor y tanta desgracia. No soy teólogo y en todo caso, no hay ciencia ni entendimiento humano que pueda entender cómo actúa Dios y por qué, así que no me pregunten a mí, uno más de ustedes.

Simplemente, déjenme vivir en la certeza de lo que se espera y en la convicción de lo que no se ve. No les pido que compartan mi forma de pensar o de sentir. No busco convencerles de que así son la cosas. Solo les digo algo más:

No fue casualidad que yo esté en Manta y viva esta experiencia cruda y dolorosa. Tampoco fue suerte que haya regresado intacto y en tan poquito tiempo.

Tampoco es casualidad que tú estés leyendo esto…

Por: Patricio Javier Díaz

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